Pensiones por invalidez: “Las familias tenemos culpa y miedo, y así nadie se anima a ejercer sus derechos”
Elizabeth Aimar, reconocida abogada del colectivo, y su hijo Juan, que tiene parálisis cerebral, aseguran que existe un “retroceso cultural”; además advierten que las dudas que el Gobierno impulsa sobre las asignaciones y los certificados de discapacidad generan más estigmatización
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“La discapacidad no siempre te hace más resiliente”, dice Elizabeth Aimar. Su ejemplo y, sobre todo, el de su hijo, Juan Agustín Prado, parecen desmentir esa idea. Él nació hace 27 años con parálisis cerebral severa y un diagnóstico desesperanzador, que no incluía nada de lo que hace hoy: vivir solo, ir a la universidad, visitar familiares, practicar un deporte, aspirar a un trabajo. Ella, abogada, se convirtió en activista por los derechos de las personas con discapacidad: enseña Derechos Humanos en la Universidad de Buenos Aires y fundó en 2003 la Red de Asistencia Legal y Social (RALS), desde donde impulsan el acceso a derechos del colectivo.
Desde su experiencia como persona con discapacidad y madre, y como activistas, ambos dialogan con LA NACION y destacan que la crisis que vive el colectivo hoy trasciende los valores del nomenclador, el listado que fija cuánto se pagan las prestaciones (como una sesión de kinesiología, una maestra integradora o el kilómetro de un transportista), cuyos últimos aumentos fueron en 2024: 1% en octubre, 0,8% en noviembre y 0,5% en diciembre. Hoy, por ejemplo, una sesión de psicología se paga 12.370 pesos.
Pero más allá de que esto pone en jaque las prestaciones, también hay, denuncian, un retroceso ideológico que amenaza las conquistas y la concientización que se había logrado en el último tiempo en relación a los derechos de las personas con discapacidad.
—Los reclamos por atrasos en el nomenclador son recurrentes. ¿Qué cambió ahora e hizo que el colectivo se movilizara más?
Elizabeth: —Todo esto siempre estuvo desfasado. Los prestadores de discapacidad siempre soportaron no cobrar al día. Tienen naturalizado cobrar cada tres meses. Pero desde noviembre están muy retrasados. Con semejante atraso, ¿vos trabajarías así? ¿Cómo se sostienen? Terminan reduciendo las terapias o los lugares a donde transportan. Y todo esto va en desmedro de la calidad de las prestaciones que ayudan a la inclusión.
Juan: —Me preocupa el colectivo de personas con discapacidad en tanto que puedan garantizarse sus derechos a la salud, educación, esparcimiento. Hay un retroceso en varias cuestiones que la sociedad ya tenía resueltas, como presupuesto universitario, que a mi también me afecta porque curso en una universidad pública. También en el acceso a la salud o en apoyos a personas con discapacidad. Aunque faltaba continuar trabajando, hoy solo desfinancian todo aquello que provenga de la gestión pública con el argumento de que no es un servicio de calidad. Más allá de que siempre fue un sector rezagado, ahora muchas personas se encuentran con tratamientos reducidos o deben cambiar profesionales de la salud de manera constante y esto perjudica la evolución en los tratamientos.
A Juan le pasa como a la mayoría. Cuando el nomenclador queda atrasado, el prestador suele plantear dos opciones. O reducir la prestación o pedir un pago adicional, algo que se conoce en el colectivo como “diferencia”. “Todo esto está institucionalizado: muchos lugares ya te mandan un mail y tenés las diferencias para pagar”, cuenta Elizabeth. Y enfatiza: “En esto quedamos atrapadas las personas y las familias”.
Juan, por ejemplo, no puede trasladarse en transporte público. Si un transportista reduce el recorrido (sin “diferencia” le ofrece menos kilómetros), esto hace que deba también cambiar los profesionales con los que realiza terapias. Pero, según remarca Elizabeth, “formar equipo es una de las cosas más difíciles y por eso muchas familias elegimos pagar las diferencias, aunque haya otros prestadores en una cartilla que no las cobren”. Según explica, se necesitan personas que trabajen hace años en esto, porque “si viene uno nuevo tiene que aprender todo de nuevo”.
—¿La situación del sector, entonces, es peor que antes?
Elizabeth: —Sí, yo creo que se agudizó la crisis, pero que además se expuso al colectivo. Se empezó a utilizar un lenguaje que ya habíamos dejado de usar, es como si hubiésemos vuelto a una conversación que ya tuvimos hace mucho. Cómo me comunico habla de cómo trato a ese colectivo. Y ahora hay una forma de comunicarse, distinta, como en la resolución, que luego se derogó, que volvía a usar palabras como “idiota” o “demente”. Por otra parte, en vez de hablar sobre los derechos que tiene el colectivo y la desigualdad estructural de la cual suelen partir (son quienes no pueden acceder a mejores empleos, al sistema educativo, a servicios), se pone un manto de sospecha. Como si la gente quisiera obtener un certificado de discapacidad. Me parece que hay un retroceso cultural.
Juan: —Creo que cada vez que se instalan dudas o acusaciones afectan a personas con discapacidad porque las estigmatizan, perdiendo así derechos necesarios para mejorar la calidad de vida.
—Las dudas sobre cómo se han entregado las pensiones y los cambios en los requisitos, ¿También son parte de ese retroceso?
Elizabeth: —Sí, esas son conversaciones que ya se habían resuelto, como que acceder al trabajo no debería significar perder la pensión. O que si alguien tiene una propiedad no debería tampoco perder ese derecho. Durante muchos años se trabajó con casos individuales, las trabajadoras sociales iban a ver a las personas con discapacidad y a certificar que la vivienda, por ejemplo, no era de la persona, sino de un familiar. Al ratificar la Convención de los Derechos de las Personas con Discapacidad del 2008, Argentina acepta un modelo de vida independiente, que no tiene que ver con estar atado a todo lo que tengan tus padres. Porque entonces la solución para cobrar una pensión sería vender la casa y hacerte inquilino.
—¿Deberían, entonces, hacerse auditorías a las pensiones?
Elizabeth: —Los Estados tienen la obligación de hacer auditorías. Pero esas auditorías tienen que ser razonables, y eso no es lo que pasa en la Argentina. El Gobierno adoptó medidas regresivas y no articuló ninguna justificación concreta sobre la necesidad y la proporcionalidad de la medida. A su vez, el recorte en discapacidad se plantea como un tema moral y se hace partiendo de una falacia: se construye con datos que en algunos casos eran certeros y en otros no (como el caso de la foto del perro que denunciaron pero que era una pensión que nunca se dio). Pero ya introdujo en la sociedad que hay algo que no está bien, y así generó falta de empatía. Y eso se puede ver en los comentarios y posteos que hacen desde el Gobierno.
—Este retroceso cultural que se aprecia en el discurso público, ¿puede permear la sociedad?
Juan: —En los últimos tiempos ha habido una mayor concientización, pero actualmente la sociedad se encuentra fragmentada con un enfoque hacia el individualismo que erosiona la conciencia social.
Elizabeth: —Creo que muy de a poco estábamos caminando el primer paso para la inclusión ciudadana: estábamos ya conversando, aunque con dificultades, sobre qué sucede por ejemplo cuando ocurre la inclusión educativa. Era una discusión zanjada. Pero ahora nos hemos detenido con un cuestionamiento moral, con una estigmatización, y eso impide el avance. La inclusión y participación ciudadana están cada vez más lejos.
—¿Nos falta empatía?
Elizabeth: —Hay que pensar qué es lo que me pasa con lo que no me pasa y que no quisiera que me pasara: situaciones como la discapacidad, accidentes o enfermedades. Me producen dolor y miedo. Entonces no preguntamos al que las vive. Eso hace que las personas con discapacidad se agrupen entre pares a los que les pasa lo mismo. Esto es algo que empezaba a cambiar, muchos jóvenes empezaban a acercarse al tema de la discapacidad sin tener familiares en el colectivo, para, por ejemplo, prestar servicios profesionales. Si se les ofrece capacitación y la oportunidad de un trabajo bien pago, se puede lograr que se involucren. Pero si te van a pagar dos pesos y te van a cuestionar todo el tiempo, te terminan alejando de la vocación.
—¿Por qué si las personas con discapacidad son aproximadamente el 15% de la población sus reclamos parecen no tener tanta fuerza?
Elizabeth: —Las minorías tienden a agruparse, pero al rato se disgregan. Por eso tenés cinco asociaciones de sordos, cinco de parálisis cerebral, 18 de autismo. Esto hace que el impacto de la lucha colectiva tarde mucho más.
—¿Por qué, pese a que la ley garantiza los tratamientos, es tan habitual que las personas con discapacidad deban reclamar a obras sociales y prepagas?
Elizabeth: —La Constitución Nacional es clara: todos los prestadores de servicios de salud tienen que darlos, sean fundación, prepaga grande o chica, obra social… Muchas veces no cubren la discapacidad por su alto costo. Si bien los jueces no van a tener ningún problema a la hora de dictar sus sentencias, acá también aparece el impacto personal. En general, las familias lo viven con mucha culpa. “Bueno, doctora, no hay problema, lo voy a pagar”, escuchamos en RALS. Las prepagas y obras sociales aprovechan esa situación: saben que las familias van a pedir “por favor”. Y les dicen: “¿Pero no podrías pagar el tratamiento de tu hijo?”. Y entonces salen del reclamo y pagan o se van a hacer rifas para comprar una silla de ruedas. Esto le pasa a las personas de muchos o pocos recursos económicos. Tenemos también miedo, y nadie que tenga miedo puede ejercer un derecho. Y esto se ve en estudios, con cálculos actuariales: son muchas más las personas que no hacen el tratamiento o lo abandonan que los que ponen un recurso de amparo.
—¿Incide la falta de recursos para afrontar estas instancias judiciales?
Elizabeth: —En ocasiones es por falta de recursos, de todo tipo. Muchas veces la discapacidad está ligada a la pobreza o a la violencia. Pero hay casos en los que personas con dinero no ejercen su derecho y no entendés por qué. Y es por el impacto que genera la discapacidad. De familias que soñaban con que su hijo o hija liderara la empresa familiar y que no pueden lidiar con la situación. Entonces, si su hijo necesita una silla, que tenga la que sea.
—Juan, ¿a vos te invadió esta culpa de la que habla Elizabeth?
—Mi condición requiere muchos apoyos, pero no sé cómo es no tener discapacidad así que no siento culpa. Por el contrario, creo que muchos, antes que yo, lucharon por conseguir los derechos que hoy yo y otros podemos ejercer. Cuando mi mamá se refiere a la culpa es el sentimiento que a veces tienen los padres o las madres y que puede jugarles en contra. Porque a veces quieren hacerse cargo de todo, aun cuando esto implique poner el cuerpo y sobrecargarse o pagar tratamientos.
Elizabeth se refiere al certificado único de discapacidad (CUD) como “la llave para acceder a las prestaciones”. Tenerlo puede marcar una gran diferencia en alguien con discapacidad, como lo atestigua el caso de Juan. “Es lo que permitió continuar con los tratamientos intensivos, contar con maestras integradoras para completar la primaria y secundaria; hacer kinesiología desde que tengo meses de vida, hacer terapias y natación”.
Todo eso, cuenta Juan, le ayudó a evitar lesiones y minimizar cirugías. Y también llegar a la universidad: cursa la Licenciatura en Periodismo en la Universidad Nacional de Avellaneda. Y aspira a un trabajo.
El CUD también le ha ayudado a moverse. Se moviliza en silla de ruedas y el transporte público no es accesible. Gracias al CUD, un transportista lo lleva a la facultad, a visitar a sus primos, al cine. Y un asistente personal en cada turno lo ayudan en estas situaciones (como durante esta entrevista).
—Suena como indispensable.
—Sobre todo me sirvió para que mi familia y yo nos “despreocupáramos” de mayores complejidades en los tratamientos y apoyos y pudiera concentrarme en desarrollar mis proyectos. Porque a mí todo me cuesta el doble o más: necesito muchos apoyos de tipo humano, técnico y económico.
—¿Es complejo acceder hoy al CUD?
Elizabeth: —Si lo comparamos con hace 20 o 10 años, sin dudas antes era más difícil, más burocrático. Pero el punto es que no estás sacando el carnet de conducir. Cuando llega la discapacidad, necesitás acceder urgentemente a prestaciones, pero a la vez acabás de recibir un balde de agua fría, porque a nadie le gusta sacar el certificado de discapacidad. La discapacidad no te vuelve resiliente. Por eso no es solo un trámite: se necesita empatía. El problema principal muchas veces no es jurídico, sino lo que le está pasando a la persona. Esto, desde RALS, lo trabajamos mucho con profesionales del área social y la psicología.
—Juan, ¿cuán clave para vos fue este apoyo que va más allá de lo jurídico?
—Yo puedo vivir solo gracias al apoyo incansable de mi familia, asistentes y profesionales de la salud que desde hace mucho tiempo apostaron por esta posibilidad. Y a partir de ahí fui trabajando para lograrlo. Sé que no es fácil, muchas familias con personas con discapacidad lo ven como imposible, inviable para llevar a cabo una vida independiente como la haría una persona común. Y es difícil, hay que saltar obstáculos. Por otra parte, se necesita decisión política para aplicar las leyes y que los profesionales de la salud concienticen más a las familias sobre la importancia de que sus hijos tengan una vida independiente, en la que gocen de su propio espacio y comiencen a poder decidir sobre sus cuestiones personales.
—Elizabeth, ¿qué hace una familia para facilitar que un hijo con discapacidad pueda vivir solo?
—En el caso de Juan, él tiene muchísimos requerimientos: usa el bipedestrador, silla, ruedas, el tobii (un dispositivo para comunicarse). Tuvimos que achicarnos como familia. Creo que cuando vos realmente entendés que la persona con discapacidad tiene un valor, que simplemente necesita muchos apoyos, todo el grupo familiar se convierte en esos apoyos. A su vez, resulta clave la formación del equipo: Juan tiene al mismo hace 20 años. Eso nos ayuda a soltar.
Todo esto va más allá de la discusión sobre el rol del Estado…
Elizabeth: —Es que hay que empezar a trabajar mucho con la persona y con las familias de cómo te impacta la discapacidad, eso hace que puedas ejercer derechos. Hay muchas personas con discapacidad, con muchos recursos sociales, económicos y culturales, que están encerrados entre cuatro paredes. Y hay otras personas con menos recursos que están incluidas en la sociedad y que hacen un montón de cosas. Hay que trabajar con profesionales (como de la psicología, asistentes sociales) en cómo impacta la discapacidad en todo momento. Por ejemplo, hoy se habla mucho de directivas anticipadas, pero cómo ponerte a hablar de directivas anticipadas con alguien que tiene un déficit intelectual. O analizar cómo impacta la discapacidad en la sexualidad… A Juani nunca le preguntaron sobre el tema en su centro de rehabilitación. Son temas que en algún punto incomodan, porque no se pueden resolver de manera estándar. Pero ¿quién en su vida, sin discapacidad, resuelve todas las cosas desde lo estándar? Yo no creo que nadie.
—Cuando nació Juan, ¿qué miedos tuviste que con el paso de los años perdiste y cuáles persisten?
Elizabeth: —Cuando nació era todo desconocido y quería normalizar todo, buscando de qué manera podía participar de actividades. En la medida en que vas viendo que se va incluyendo, vas perdiendo los miedos, al menos un poco. Pero hay un miedo que siempre está: qué va a pasar cuando uno no esté. ¿Quién se va a hacer cargo?
—¿Podés dar algún consejo que te haya servido para atravesar miedos?
Elizabeth: —Lo que a mí me sirvió, en general, es la anticipación. Las familias de personas con discapacidad estamos sobrecargadas y vivimos con mucha incertidumbre. Hay que anticipar todo lo que se pueda. Aunque el contexto no ayude: porque no sabés si en esta situación el mes que viene vas a poder pagar las diferencias.
—Dijiste que la discapacidad impacta en muchas formas y momentos. ¿En algún punto te olvidás de ese impacto?
Elizabeth: —Tener un familiar con discapacidad es un duelo que lo vas a vivir en todas las etapas. Por supuesto que se puede ser feliz, pero sabiendo que vas a transitar esos duelos. Te pasa, por ejemplo, que tu amiga te cuenta que su hija se recibió de médica. Y, por unos segundos, volvés a la primera pregunta que te hiciste cuando nació tu hijo con discapacidad: “¿Por qué a mí?”. La pregunta vuelve luego de casi 28 años. Pero son unos segundos y después decís: “¿Por qué no a mí?”.
Más información
- Si querés conocer cuáles son las prestaciones, servicios y derechos que tienen las personas con discapcidad, podés navegar por la guía que armó el equipo de Fundación LA NACION.
- Si querés contactarte con la Red de Asistencia Legal y Social (RALS) que fundó Elizabeth Aimar, podés escribir a secretaria@rals.org.ar o enviar un mensaje por WhatsApp al 11.2262.0330
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